Después de la tormenta

Apenas entreabrí los ojos, la luz de los primeros rayos del sol me sorprendió. Mientras debatía internamente si debía levantarme o no, miré la mesita de luz buscando la hora. Era muy tarde, tal vez había dormido de más. Inmediatamente recordé todo lo que había pasado la noche anterior y sentí dolor de panza, como un nudo que se estrechaba más y más en mi estómago.

Ver el vestido negro de mangas cortas colgado en el vestidor, ese que le había regalado en su último cumpleaños, me produjo una furia incontenible y terminé cortándolo en tiras. Fue la chispa que hizo estallar mis emociones contenidas, y después me sentí mucho más tranquilo.

Metí los jirones de la tela junto con una caja llena de cartas y notas cortas – lo único que me quedaba como evidencia de que ella había estado ahí – en una bolsa con la intención de tirarla, pero luego me arrepentí de tan drástica medida. Me pregunté si no había alguna conexión entre ella y el perfil psicológico de mi madre, y por un instante el espanto se apoderó de mí al comprobar cierta similitud. 

Me levanté y me dispuse a desayunar, pero al no haber nadie hice lo que no estaba acostumbrado: poner agua al fuego para prepararlo yo mismo. Mientras tomaba los primeros mates que había preparado en mi vida, revisé algunos momentos de nuestra relación tratando de encontrar algún patrón de conducta que nos haya llevado a ese fracaso estrepitoso se había develado solo unas horas antes. Pensé en las pequeñas cosas que tal vez me pudieron molestar de ella sin que me diera cuenta, y aquellas que le pudieron molestar de mí y sin embargo callaba. ¿Cuándo habíamos caído en esa rutina enceguecedora que se había llevado la pasión?

Cuando estaba preparándome para salir, sentí un ruido apagado de unas llaves viniendo del pasillo y decidí esperar porque no quería cruzarme con los vecinos para evitar la vergüenza. Había habido gritos y portazos en la noche que seguramente no pasaron inadvertidos para los vecinos más cercanos.

Me choqué con un balde con agua espumosa en los escalones de entrada del edificio y supuse que el encargado estaría cerca pero no lo ví. Me pregunté si las noticias de la pelea de anoche ya le habrían llegado y si en ese momento estaría tratando de conseguir más detalles truculentos para contarlos más tarde con todo el esmero que requería.

Dejé la casa y comencé a caminar sin rumbo por la avenida llena de ruidos y metal. Algo de ese caos me resultó familiar y a la vez ajeno a mi presente. Caminé por el borde de la vereda, distraído y un poco enceguecido por el sol de frente. Aún quedaban algunos charcos en la vereda, producto de la lluvia nocturna, y los iba esquivando como en un juego infantil. Mientras caminaba, noté cómo la gente iba y venía apurada y con cara seria: parecían moverse en una masa organizada, un ejército de civiles en línea y a paso redoblado.

Sin siquiera entender cómo, fui a parar a un bar del barrio en el que había un grupo de señores que jugaban a las cartas y cada tanto emitían risotadas por alguna jugada exitosa. Un señor de unos setenta años comenzó a estudiarme, tal vez tratando de reconocer algo propio en mí. Percibí que era un poco extraña mi presencia en ese lugar, a juzgar por la forma de vestir, totalmente distinta del resto de los presentes.

Mi mirada se dirigió a una pila de revistas viejas de historietas que alguien del grupo de truco había puesto sobre una silla extra al costado de la mesa, lo que me retrotrajo a mi infancia de juegos y lecturas en tardes calurosas y sonreí por primera vez en el día. Decidí sentarme y pedir un café bien cargado. Necesitaba algo para despabilarme, y pensar una forma de volver a hablar con ella para explicarle lo que sentía.

Esperando el café que tanto necesitaba, me distraje observando la trayectoria de una mosca que revoloteaba sobre la mesa y sentí cierta nostalgia de otros momentos más felices. Había tenido otros días melancólicos, pero este era un día decisivo para mí. Imaginé qué cosas debería hacer para recuperar aquella persona que yo era antes: más alegre, amable y en definitiva feliz. Empezaría por contactar a mi grupo de amigos más cercanos que hacía rato no veía o aquellos compañeros de trabajo a los que últimamente les rechazaba toda clase de invitaciones sociales.

Mientras seguía distraído en mis pensamientos, alguien había entrado y se había acercado a mi mesa. Cuando reaccioné, la tenía a mi mujer con su mirada severa fija en mí. De golpe, la gente del lugar detuvo lo que estaba haciendo, ya que ella también llamó la atención de los parroquianos. Tal vez todos supusieron que había una relación entre nosotros y un conflicto, salvo los viejos que seguían con su juego abstraídos de toda realidad.

La tensión era palpable, y se hizo un silencio que fue interrumpido por el saludo de ella: “De casualidad te encuentro. Venía caminando y me pareció verte entrar. Vamos a casa y hablemos, no quiero quedarme acá.”. Nos retiramos juntos, con paso lento pero firme y tal vez pensando que no todo estaba perdido.

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